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jueves, 20 de agosto de 2020

ESO ES IMPROVISAR

 

El ser humano se diferencia de los otros animales por su capacidad de pensar y razonar, pero lo que nos hace realmente especiales es la capacidad de imaginar y nuestra relación con el pasado. Artistas, y muy especialmente quienes vemos la improvisación como el acontecimiento en sí, creamos a partir de estas dos características propiamente humanas: la memoria y la imaginación.

El pensador checo Rainer Maria Rilke dice que “crear tal vez no sea otra cosa que recordar profundamente”. Para improvisar una escena no necesitamos tener buenas ideas ni ser geniales en la construcción narrativa, basta con recordar para inspirarse e inspirar a las otras personas, confiar en la información que está guardada en la mente y en el resto del cuerpo, y no tiene que ser un recuerdo importante, un residuo coloquial, una banalidad suele ser suficiente para crear. Quien improvisa imagina y miente encima de lo que recuerda y mentir en un escenario o al frente de una cámara no es mentir, es imaginar y crear realidades no convencionales que parten de lo coloquial. Porque en el teatro las cosas no pasan como en la vida real pero la vida real está llena de material teatral que podemos cazar.

Muchas veces cuando imaginamos una escena sentimos que estamos entrando en un universo tan increíble que queremos a toda costa que los demás entren en él. En la improvisación es mejor poner nuestra atención en querer entrar en la imaginación de los demás, porque imaginar no implica ser original. Yo siempre pido a mis estudiantes que abandonen sus ideas, pues es mejor pensar en un funeral de los deseos que una fiesta, un lugar donde las ideas reposen como si estuvieran muertas, pero no se preocupen, ellas son como zombis y siempre vuelven, y nada mejor que una idea que vuelve sola en el momento justo, diferente a una idea impuesta, pensada y pretenciosa, como son todas cuando nacen por primera vez. Cuando un deseo es tan potente que nos tapa los ojos ante el deseo ajeno, debemos respirar y trabajar el desapego, regresarlo a su estado de calma y entrar de nuevo en el flujo del acontecimiento pensando siempre en qué quieren los demás. No podemos olvidar que ese flujo está siempre en contacto con las otras personas que improvisan con nosotros e inclusive con quien está espectando, de tal manera que en escena lo que recordamos nace de nosotros, pero se vuelve universal cuando lo utilizamos como material creativo y lo que imaginamos no puede ser nunca hacia dentro sino hacia afuera, como una imaginación colectiva para todas y todos los que estamos improvisando juntos.

Existe un tercer elemento que en este caso nos aproxima de los otros animales, el instinto.  Pareciera que el presente es un lugar que el animal común habita con mayor cuidado y atención, nosotros en cambio le damos mucha trascendencia a lo que fue y a lo que será. Qué tal si cultivamos mejor nuestro instinto humano como mecanismo de sobrevivencia artística y social. Confiar en la intuición para el improvisador es como confiar en el olfato para el animal cazador. Cuando estoy improvisando en una escena ese instinto animal es inseparable de mi estado humano, del compendio de emociones que me sostienen en ese momento, es como estar al acecho todo el tiempo, por eso la importancia de la acción por encima de la palabra. La acción me ayuda a calmar la ansiedad, me da tiempo y me auto propone nuevos caminos a la hora de tomar alguna decisión. Así, cuando estoy creando una historia al calor de la acción, resulta bueno confiar en el instinto, pues de él nace la necesidad de entender lo que está pasando aquí y ahora. Observe un animal cazador, él entiende por instinto lo que tiene que hacer para cazar su presa, se mueve de la manera cierta, a la velocidad precisa, poniendo especial atención al otro animal y concentrado en cada paso que da. Debemos ser como el animal cazador. Ahora pensemos en la presa, dispuesta sin saber a ser cazada, pero suficientemente rápida para huir si percibe el peligro de la muerte, defendiéndose con todo para sobrevivir o entonces entregándose al hecho cuando las garras o los dientes del otro animal ya están clavados en su cuello. Debemos ser como la presa.

Recordar, imaginar, confiar en el instinto animal, saber mentir, esperar y entender con todos los sentidos lo que pasa aquí y ahora, sin pretensiones, con el cuerpo dispuesto y la mente tranquila, caminando siempre de la mano y queriendo entrar en la imaginación ajena, eso es improvisar.

RESIDUOS COLOQUIALES, O CÓMO CREAR CON ESO QUE LE SOBRA AL MUNDO

 


Jorge Dubatti asegura que la teatralidad está dada por la relación convivial de cuerpos presentes, donde una parte genera un acontecimiento poético mientras la otra parte especta. El espectador es el que espera algo, el que observa, pero él también hace parte del acontecimiento. Mi reflexión en relación a la hipótesis filosófica de Dubatti es que lo que diferencia al teatro de otras manifestaciones no conviviales es justamente el acontecimiento que nos lleva a la muerte, o sea, la gente va al teatro porque puede presenciar el cuerpo vivo, porque a cada segundo todos los que hacemos parte del acontecimiento estamos más cerca de la muerte. La diferencia con la vida real es la conciencia sensible que nos genera ese acontecimiento, porque es un lugar ficcional en el que nos permitimos morir.

La pregunta ahora es si esa relación sensible de vida y muerte tiene el mismo sentido en un estado en el que el convivio está mediado por la tecnología. El contacto humano cuerpo a cuerpo presente está limitado en este momento por el virus, pero el contacto humano como sustancia no material, llamémosla espiritual, mental, sentimental, o como queramos, sigue presente y tal vez más que antes, porque al aminorar la presencia se valoriza la ausencia, la falta, la necesidad, afloran los sentimientos, las ganas, el miedo. Todo esto genera una materia residual en cada uno de nosotros, una materia viva que surge de la relación coloquial con los otros, con la falta de los otros y con nosotros mismos, y como es coloquial es desechada, el cerebro la borra. Antes del virus la botábamos afuera, al mundo, casi siempre sin darnos cuenta. El acúmulo de esos residuos suele transformarse en sentimientos, o como diría Espinosa en potencias. Ahora la casa es el lugar primordial de potencias, y la poca relación convivial está sujeta a un cuidado especial y a una recusa del cuerpo ajeno, sin embargo seguimos produciendo residuos coloquiales y es aquí donde nos tendríamos que concentrar, en ser recolectores, porque como dice Mauricio Kartun, somos nosotros actores, dramaturgos, artistas, los que le damos sentido trascendente a esa materia que el cerebro borra.

En el teatro podemos ver la belleza de lo coloquial que ignoramos en la vida, así que la invitación es para que seamos recolectores de la materia coloquial, de todo eso que el mundo desecha: un diálogo banal entre un cajero y un cliente en el supermercado, una reflexión de la mamá mientras ve una novela, un diálogo gracioso de la misma novela, una conversación de tu hermano por teléfono con una amiga, un perrito solo en la calle que ves desde el balcón de tu casa, una hoja seca que está colgando de un pedazo de telaraña hace más de cuatro días en la ventana de la cocina, un potencial sentimiento que no ha tenido una válvula de escape, cualquier cosa que sea desechada puede ser materia prima para la creación.

El alfarero es alguien que ama el barro, ama tocarlo. El barro no es solamente la materia que se toca, es metáfora territorial, él simboliza el territorio, sale de la tierra y se convierte en olla, nuestro trabajo como artistas es meter las manos en el propio barro, sin preocuparnos por el resultado, como cuando vemos una escultura, no pensamos que el material viene del barro sucio que salió de la tierra sino que nos mezclamos con la imagen poética, en la potencia de sentidos, en la esencia. Los residuos son residuos hasta que alguien los descubre y los transforma en materia viva, saquemos la esencia de materia que ya nadie quiere o a nadie le importa, como si fuera un perfume delicioso cuya esencia viene del almizcle, sin ignorar que el almizcle viene de la rata almizclera, porque así mismo es el arte: la esencia de una sustancia.